Saturday, November 05, 2005

"El jardín del profeta" por Khalil Gibrán

El día de ayer llegó a mis manos un pequeño libro de bolsillo. Un pequeño tesoro que me regalaron hace algunos días y que tuve la oportunidad de leer mientras toma unas cuantas tazas de café y un cigarrillo estaba a mi lado.

Por supuesto, que todos los tesoros tienen características que los hacen pertinentemente adecuados para situaciones de nuestra vida, situaciones mismas en las que casan como piezas de ajedrez en un tablero al estilo ying-yang.

Una vida es el ying-yang mismo y en mi vida las siguientes frases cayeron como un balde de agua. Como un balde de agua fresca que me recordó que mi mejor amigo es el libro que tenga en mis manos. Que mi mejor amigo va a ser siempre ese flaco bagaje de hojas que cada dos o tres minutos cambian de página.

Espero que estas frases les gusten y entiendan el mensaje que El Profeta Almustafá nos entrega en este pequeño libro para que aquel que quiera oír oiga. Enhorabuena amigos, disfruten de lo total:

Y Almustafá dijo:

“Amigos míos y compañeros de camino, compadezcan a la nación que está llena de creencias y vacía de religión.

Tengan piedad de la nación que lleva vestidos que no teje ella misma, que come un pan cuyo trigo no cosecha, y que bebe un vino que no mana de sus propios lagares.

Compadezcan a la nación que aclama a un matón como si fuese un héroe, y que considera bondadoso al oropelesco y despiadado conquistador.

Compadezcan a la nación que desprecia las pasiones cuando duerme, pero que, al despertar, se somete a ellas.

Compadezcan a la nación que no eleva la voz más que cuando camina en un funeral, que no se enorgullece sino de sus ruinas, y que no se rebela sino cuando su cuello está colocado entre la espada y el zoquete de madera.

Compadezcan a la nación cuyo estadista es un zorro, cuyo filósofo es un prestidigitador, y cuyo arte es un arte de remiendos y gesticulaciones imitadoras.

Compadezcan a la nación que da la bienvenida a su nuevo gobernante con fanfarrias, y lo despide con gritos destemplados, para luego recibir con más fanfarrias a otro nuevo gobernante

Compadezcan a la nación cuyos sabios están aniquilados por los años, y cuyos hombres fuertes aún están en la cuna.

Compadezcan a la nación dividida en fragmentos, cada uno de los cuales se considera una nación.”[1]

Amigos compadezcamos a las naciones del mundo, porque todas ellas han de ser compadecidas por alguna de estas razones. Que la gracia de la sabiduría nos haga entender que no somos nada más que pequeños reflejos de la perfección que buscamos, y que como humanos nuestros errores nos llevan a lo profundo de las aguas. Compadezcan al que no quiera oír, compadezcan a aquel que no entiende que él es el lobo contra el cual siempre lucha.

Más siguió Almustafá el profeta su sermón y llegó a aquel individuo que convive en las naciones compadecidas. A aquel hombre que se pregunta qué es en realidad ser. Es ser un ser vivo o sólo ser un ser quimérico que habita allende nuestras mentes. Pero Almustafá sermoneó así a aquel discípulo que le había preguntado:

“Pero ahora, ser significa ser sabios, mas no ajenos a los insensatos; es ser fuertes, mas no insensibles a los errores del débil; es jugar con los niñitos, pero no como padres, sino como compañeros de juego, dispuestos a aprender sus juegos.

Ser es ser simples, afables con los ancianos y las ancianas, y sentarse con ellos a la sombra de sus antiguos robles, aunque todavía estén caminando con la primavera.

Es buscar al profeta aunque esté vivo más allá de siete ríos, y permanecer en paz en su presencia, sin querer nada, sin dudar de nada, y sin preguntas en los labios.

Es saber que el santo y el pecador son hermanos gemelos, cuyo padre es nuestro Magnánimo Rey, y aquel que nació un instante antes que el otro, lo consideramos como el Príncipe Coronado.

Ser es seguir a la Belleza, aunque nos conduzca al borde del precipicio, y aunque ella es alada, y ustedes no, y aunque vaya más allá del vorde del precipio, síganla; porque donde no hay Belleza, no hay nada.

Ser es estar en un jardín sin tapias, en un viñedo sin guardián, en una casa de tesoros siempre abierta a los transeúntes.

Es ser robado, engañado, decepcionado y, ¡ay!, incluso ser conducido a una trampa, y tener que soportar las burlas del burlador, y sin embargo, mirar desde las alturas del ego superior y sonreír, sabiendo que hay una Primavera que acudirá al jardín para danzar con las hojas, y un Otoño que hará madurar las uvas; sabiendo que si una sola de las ventanas está abierta hacia el oriente, nunca estarán vacíos; sabiendo que todos aquellos a quienes se considera ladrones y malhechores, engañadores y burladores, son sus hermanos en necesidad, y que acaso ustedes mismos son como todos éstos, a los ojos de los benditos habitantes de la Ciudad Invisible, que se erige por encima de esta ciudad.

Y óiganme, ustedes, cuyas manos modelan y encuentran todas las cosas que se necesitan para la comodidad de nuestros días y de nuestras noches:

Ser es ser un tejedor con dedos que ven, un constructor consciente de la luz y el espacio; es ser un labrador y sentir que se está escondiendo un tesoro en cada semilla que se siembra; es ser un pescador y un cazador con piedad por el pez y la bestia; pero aun con mayor piedad por los hambrientos y por las necesidades del hombre.”[2]

La hora de Almustafá llegó junto con el alba y su retirada allende el horizonte se hacía a cada minuto que pasaba una realidad. Su labor en el pueblo que lo vio nacer había terminado por ahora. Su jardín, el jardín de sus padres y de las semillas que éstos vieron florecer, y verán florecer por la eternidad, iba a ser abandonado. Su camino lo llevaba ahora a la lejanía de lo cognoscible. Almustafá se despediría de sus padres y las flores que ellos abonaron. El Profeta les habló de qué es morir y trascender a lo infinito. Trascender como aquel abono que fértil es el limo del jardín que algún día verá florecer su tumba eterna. Yo haré lo mismo que este hombre, tan divino y tan humano a la vez, yo seguiré su camino y

“Viviré más allá de la muerte, y cantaré a sus oídos, incluso cuando la vasta marejada me devuelva a la inmensa profundidad del mar.

Me sentaré a sus mesas, aunque ya no tenga un cuerpo e iré con ustedes al campo, como espíritu invisible.

Llegaré a sus hogares y a sus chimeneas, como huésped no visto.

La muerte no cambia nada, sino las máscaras que cubren nuestros rostros.”[3]

Que sean esas máscaras eternas las que queden en nuestras mentes, que nuestros espíritus se sacien en las mesas y nunca pasen de nuevo los meses y los días. Que nuestra voz cante por siempre en aquellos a los que tocamos alguna vez en el pasado. Que la vida colme nuestros caminos y que finalmente el mar trague nuestro recuerdo. ¡Hasta pronto y los espero como huéspedes allá en la niebla!



[1] El jardín del profeta. Khalil Gibrán. Errepar. Argentina, 2000. p. 31-33

[2] Ídem. p.84-88

[3] Ídem. 108-109

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